La actividad médica, al menos en su faceta más conocida del proceso clínicoasistencial, se concreta en una relación directa entre profesional y paciente que comporta una injerencia en la esfera privada del segundo. Siendo que, además, la mayoría de las veces nace de una situación de necesidad, esto es: el paciente ante el padecimiento un mal físico busca, movido por la necesidad, la inmediata asistencia sanitaria al someterse a cuidados profesionales para el mantenimiento o recuperación de su salud.
Desde el punto de vista fenomenológico, los ejemplos son tan abundantes como relaciones entre enfermo y médico existen. Ahora bien, una nota común a todas ellas es que el paciente, bien directamente bien indirectamente, expone al médico su sintomatología, de manera que se produce una necesaria injerencia en su intimidad. Además, en no pocas ocasiones también del propio proceso asistencial sanitario deriva en actos que pueden suponer una afectación de la integridad física del paciente. Es decir, se podrán ver afectados dos valores esencialmente ligados con la dignidad humana, por un lado, el derecho a la intimidad recogido en el artículo 18.1 CE, y, por el otro, el derecho a la integridad física y moral del art. 15 CE.
En un primer grupo, encontraríamos, no sólo las simples manifestaciones de hechos del paciente al médico, sino todas aquellas inspecciones y registros sobre el cuerpo que el profesional lleva a cabo, por ejemplo, exámenes antropomórficos, electrocardiogramas, exámenes ginecológicos, inspecciones genitales, etc. El segundo, lo serían las intervenciones corporales invasivas.
Además, podemos decir que, en términos generales, en España la relación médico-paciente está presidida por la nota de voluntariedad (que no es necesariamente excluyente de la necesidad asistencial en la que se encuentre el paciente), es decir, que no obedece a una práctica forzosa ejercida unilateralmente por parte del Poder y en contra de la voluntad del afectado.
A pesar de los bondadosos parámetros que acabamos de exponer y que operarían a modo de principio en un Estado de Derecho, inspirado por el respeto a la dignidad humana y el libre desarrollo de la personalidad, no desconocemos que la realidad es mucho más compleja, especialmente la que se surge de los conflictos entre voluntad del paciente y el paternalismo Estatal; y que ya desde los tiempos de Hipócrates es objeto de estudio: salus aegroti suprema lex (la salud del paciente es la ley superior) y voluntas aegroti suprema lex (la voluntad del paciente es la ley superior).
Para la primera postura, significadamente paternalista, el mantenimiento o la recuperación de la salud del enfermo es la máxima aspiración del sistema, de manera que el profesional debe buscarla en todo caso. Mientras que, para la segunda, la actuación médica contaría con un límite claro e insuperable: la voluntad del paciente, aun cuando esta supusiera, de hecho, su muerte o pudiera parecer irracional. Lógicamente, dichas posturas no se dan con un carácter absoluto, no estamos ante una disyuntiva, sino que en el plano teorético sirven como parámetro para cifrar una praxis que no se mueve en una escala de blancos y negros, sino de grises; pues ninguna democracia occidental adopta un modelo puramente paternalista, sino que, unas más otros menos, pero todas se edifican situando el consentimiento como presupuesto de la actividad médica.
Todo ello aún adquiere mayor nivel de complejidad si se advierte que la salud no puede sólo concebirse desde parámetros marcadamente físicos (naturales), sino también desde el punto de vista del patrimonio moral del hombre. Así, por ejemplo, hay intervenciones quirúrgicas o tratamientos que desde el punto de vista estrictamente de la salud física serían desaconsejables, pero que, desde el punto de vista del bienestar del sujeto como fin último de su existencia, le generan una satisfacción que ensombrece cualquier limitación funcional o física. De manera que se puede distinguir entre actos médicos realizados con carácter curativo o satisfactivo (también conocidos como actos de medicina voluntaria).
1. Regulación legal, concepto, fundamento y contenido. Especial referencia a la información exigible
Con lo que acabamos de decir, se comprende perfectamente que la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica (en adelante Ley del Paciente), en su artículo 2 establezca los siguientes principios básicos que deberán presidir unas relaciones clínico-asistenciales que están prioritariamente orientadas a la promoción de la salud y a la prevención de las enfermedades:
Y más concretamente, según el art. 8 de la Ley del Paciente, toda actuación en el ámbito de la salud necesita el consentimiento libre y voluntario del afectado, una vez este haya recibido toda la información disponible sobre la actuación concreta en su ámbito de salud, información que, en todo caso, deberá ser verdadera y comunicada de manera comprensible, adecuada a sus necesidades y garantizándosele la ayuda necesaria para tomar sus decisiones de acuerdo con su propia y libre voluntad (vid. art. 4).
En el reverso de ese derecho a recibir información del paciente, está el deber del médico a brindarla, deber que se recoge y regula en el artículo 10 del Código de Deontología médica (aprobado por la Comisión Central de Deontología de la Organización médica Colegial) según el cual:
Precisamente, dicho papel preponderante y vivificador de la voluntad indisolublemente asociado a la dignidad humana es lo que ha llevado a la configuración del consentimiento como un derecho fundamental, pues “ciertamente que la iluminación y el esclarecimiento, a través de la información del médico para que el enfermo pueda escoger en libertad dentro de las opciones posibles que la ciencia médica le ofrece al respecto e incluso la de no someterse a ningún tratamiento, ni intervención, no supone un mero formalismo, sino que encuentra fundamento y apoyo en la misma Constitución Española (…) , en la exaltación de la dignidad de la persona que se consagra en su artículo 10,1, pero sobre todo, en la libertad, de que se ocupan el art. 1.1 reconociendo la autonomía del individuo para elegir entre las diversas opciones vitales que se presenten de acuerdo con sus propios intereses y preferencias (…) en el artículo 9,2, en el 10,1 y además en los Pactos Internacionales como la Declaración Universal de Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948 (…) , proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, principalmente en su Preámbulo y artículos 12, 18 a 20, 25, 28 y 29, el Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, de Roma de 4 de noviembre de 1950 (…) , en sus artículos 3, 4, 5, 8 y 9 y del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Nueva York de 16 de diciembre de 1966 (…) , en sus artículos 1, 3, 5, 8, 9 y 10. El consentimiento informado constituye un derecho humano fundamental, precisamente una de las últimas aportaciones realizada en la teoría de los derechos humanos, consecuencia necesaria o explicación de los clásicos derechos a la vida, a la integridad física y a la libertad de conciencia. Derecho a la libertad personal, a decidir por sí mismo en lo atinente a la propia persona y a la propia vida y consecuencia de la autodisposición sobre el propio cuerpo”.
En este sentido, la Ley del Paciente en su art. 4.1 reconoce expresamente que “los pacientes tienen derecho a conocer, con motivo de cualquier actuación en el ámbito de su salud, toda la información disponible sobre la misma, salvando los supuestos exceptuados por la Ley. Además, toda persona tiene derecho a que se respete su voluntad de no ser informada. La información, que como regla general se proporcionará verbalmente dejando constancia en la historia clínica, comprende, como mínimo, la finalidad y la naturaleza de cada intervención, sus riesgos y sus consecuencias”.
La finalidad de la información, por tanto, es proporcionar a quien es titular del derecho a decidir lo elementos adecuados para tomar la decisión que considere más conveniente a sus intereses. Es por ello por lo que esta constituye un presupuesto y elemento esencial de la lex artis y, como tal, forma parte de toda actuación esencial hallándose incluido dentro de la obligación de medios asumida por el médico , de manera que la insuficiente o inexistente información no es irrelevante para la autonomía del paciente en cuanto le priva de la facultad de decidir de acuerdo con sus propios intereses y preferencias entre las distintas actuaciones que pudiera considerar adecuadas . Además, esta, deberá ser objetiva, veraz y completa para la prestación de un consentimiento libre y voluntario
La información necesaria para que el paciente pueda prestar el consentimiento de manera informada, según reiterada jurisprudencia, incluye que el paciente tenga conocimiento del diagnóstico, pronóstico y alternativas terapéuticas, con sus riesgos o beneficios . De hecho, la Ley del Paciente en su art. 10, respecto de las condiciones de la información y consentimiento por escrito, establece que el facultativo proporcionará al paciente antes de recabar su consentimiento por escrito, los riesgos o consecuencias seguras y relevantes, los riesgos personalizados, los riesgos típicos, los riesgos probables y las contraindicaciones.
Con todo, según estemos ante actos médicos realizados con carácter curativo o satisfactivo, el grado de exigencia de información será distinto, pues la información, como es lógico, admite distintos grados de profusión y detalle.
En relación con los actos de carácter curativo se ha dicho que no es necesario informar detalladamente acerca de aquellos riesgos que no tienen un carácter típico o común por no producirse con frecuencia ni ser específicos del tratamiento adecuado, siempre que tengan carácter excepcional o no revistan de una gravedad extraordinaria . Y es que, como viene reconocimiento unánimemente la doctrina mas caracterizada en la materia, “la obligación de información al paciente, sobre todo cuando se trata de la medicina curativa, tiene ciertos límites y así se considera que quedan fuera de esta obligación los llamados riesgos atípicos por imprevisibles o infrecuentes, frente a los riesgos típicos que son aquellos que pueden producirse con más frecuencia y que pueden darse en mayor medida, conforme a la experiencia y al estado actual de la ciencia”.
En cambio, en los actos de carácter satisfactivo, la exigencia informativa reviste una mayor intensidad, pues además de ser objetiva, veraz completa y asequible, debe comprender el pronóstico sobre la probabilidad del resultado, y cualesquiera secuelas, riesgos, complicaciones o resultados adversos que pudieran producirse, sean de carácter permanente o temporal, con independencia de su frecuencia, sin que puedan preterirse los riesgos excepciones, pues de ser conocidos estos el paciente podría rechazar someterse a una intervención que, en cierto modo, es intrascendente desde el punto de vista de la salud física.
2. Sujetos. Especial referencia a los incapaces y menores de edad
Como decíamos, es un principio básico que toda actuación en el ámbito de la sanidad requiere, con carácter general, el previo consentimiento de los pacientes o usuarios (art. 2.2 Ley del Paciente), y en similares términos establece el art. 8.1 que “toda actuación en el ámbito de la salud de un paciente necesita el consentimiento libre y voluntario del afectado”, en consecuencia se puede afirmar que el deber de información vincula a cualquier profesional que intervenga de manera directa o indirecta en el trato con el paciente durante su proceso asistencial. Pero, en cualquier caso, el médico responsable del paciente, le garantizará “el cumplimiento de su derecho a la información. Los profesionales que le atiendan durante el proceso asistencial o le apliquen una técnica o un procedimiento concreto también serán responsables de informarle”.
Por otro lado, resulta evidente que el titular del derecho a la información exigible para prestar el consentimiento es el paciente (art. 5.1 Ley del Paciente). Por tanto, el paciente es quien deberá recibirla, y ello con independencia de que “también serán informadas las personas vinculadas a él, por razones familiares o de hecho, en la medida que el paciente lo permita de manera expresa o tácita” (art. 5.1 segundo pasaje).
Con todo, lógicamente, pueden darse situaciones singulares en las que el consentimiento no pueda o no deba prestarse por el propio paciente por ser este incapaz de comprender la información que se le brinda a causa de su estado físico o psíquico, aunque, debemos insistir, que el paciente deberá ser –dentro de las posibilidades razonable– informado, incluso en caso de incapacidad, adaptando el lenguaje tanto en la forma como en el contenido a sus posibilidades de comprensión, y ello con independencia de que también se informe a su representante legal.
No obstante, la Ley del Paciente prevé que en los siguientes supuestos el consentimiento se otorgará por representación:
El problema, sin embargo, presenta mayores dificultades en el caso de menores de edad, pues estos, en ocasiones, pueden contar con suficiente grado de madurez para entender que están prestando un auténtico y genuino consentimiento derivado de una correcta comprensión de la información brindada. Es evidente que cuando se trata de actos médicos necesarios que deriven de una situación de necesidad y que su preterición podría desembocar en un resultado gravemente lesivo, o incluso la muerte, la facultad de disposición del menor sobre la salud debe ser fuertemente limitada. El problema, sin embargo, lo encontramos en los casos de actos médicos realizados con carácter satisfactivo, por ejemplo, un aumento de mamoplastía.
Claro está que el problema se solventaría de asumir un criterio iuris et de iure basado en el criterio cronológico de los 18 años de edad, en el que se presumiera la capacidad o incapacidad en base a ello, sin embargo, a mi modo de ver, esto no puede ser así, pues sería frontalmente contrario a los principios inspiradores de nuestra orientación política de los últimos tiempos cuyo claro ejemplo se advierte en la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor, de modificación parcial del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil, que refleja la concepción de los menores de edad “como sujetos activos, participativos y creativos, con capacidad de modificar su propio medio personal y social; de participar en la búsqueda y satisfacción de sus necesidades y en la satisfacción de las necesidades de los demás”.
Con todo, no desconocemos que las distintas leyes autonómicas han adoptado tanto criterios rígidos de edad como los basados en el grado de madurez. Un ejemplo inequívoco del primer supuesto, lo constituiría el hoy derogado art. 8.2.b) de la Ley foral 11/2002, de 6 de mayo, sobre los derechos del paciente a las voluntades anticipadas, a la información y a la documentación clínica de Navarra, que establecía que: “Los menores emancipados y los adolescentes de más de dieciséis años deberán dar personalmente su consentimiento. En el caso de los menores, el consentimiento debe darlo su representante después de haber escuchado su opinión, en todo caso, si es mayor de doce años”. Mientras que, por el contrario, en Cataluña la Ley 21/2000, de 29 de diciembre, sobre los derechos de información concernientes a la salud y la autonomía del paciente, y la documentación clínica, en su art. 7.2.d) establecía que “En el caso de menores, si éstos no son competentes, ni intelectual ni emocionalmente, para comprender el alcance de la intervención sobre su salud, el consentimiento debe darlo el representante del menor, después de haber escuchado, en todo caso, su opinión si es mayor de doce años. En los demás casos, y especialmente en casos de menores emancipados y adolescentes de más de dieciséis años, el menor debe dar personalmente su consentimiento”.
Sin embargo, la actual redacción de la Ley del Paciente parece inclinarse por la segunda postura, pues si bien la dicción de la ley no es del todo clara, lo cierto es que no hay ningún obstáculo para ello, pues, como hemos dicho, si el apartado 3 del art. 9 de la Ley del Paciente establece que el consentimiento por representación se otorga cuando el paciente “menor de edad no sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención”, sensu contrario, cuando goce del grado de capacidad intelectual y emocional suficiente, sí que lo podrá prestar. Y, en todo caso, ex art. 9.4, cuando se trate de menores emancipados o mayores de 16 años que no se encuentren con la capacidad modificada o privados de capacidad intelectual o emocional, no cabe prestar el consentimiento por representación. Si bien, el inciso final del anterior precepto aclara que “cuando se trate de una actuación de grave riesgo para la vida o salud del menor, según el criterio del facultativo, el consentimiento lo prestará el representante legal del menor, una vez oída y tenida en cuenta la opinión del mismo”.
Dicho precepto debe conectarse con el artículo 154 del Código Civil que establece que: “Los hijos no emancipados están bajo la patria potestad de los progenitores. La patria potestad, como responsabilidad parental, se ejercerá siempre en interés de los hijos, de acuerdo con su personalidad, y con respeto a sus derechos, su integridad física y mental. Esta función comprende los siguientes deberes y facultades: 1.º Velar por ellos, tenerlos en su compañía, alimentarlos, educarlos y procurarles una formación integral. 2.º Representarlos y administrar sus bienes. Si los hijos tuvieren suficiente madurez deberán ser oídos siempre antes de adoptar decisiones que les afecten. Los progenitores podrán, en el ejercicio de su función, recabar el auxilio de la autoridad”.
Y también con el artículo 162 en la medida que “Los padres que ostenten la patria potestad tienen la representación legal de sus hijos menores no emancipados. Se exceptúan: 1.º Los actos relativos a los derechos de la personalidad que el hijo, de acuerdo con su madurez, pueda ejercitar por sí mismo. No obstante, los responsables parentales intervendrán en estos casos en virtud de sus deberes de cuidado y asistencia. 2.º Aquellos en que exista conflicto de intereses entre los padres y el hijo. 3.º Los relativos a bienes que estén excluidos de la administración de los padres. Para celebrar contratos que obliguen al hijo a realizar prestaciones personales se requiere el previo consentimiento de éste si tuviere suficiente juicio, sin perjuicio de lo establecido en el artículo 158.”
De estas normas se deduce que el principio básico del consentimiento por representación es el bien del menor, su bienestar y salud. En consecuencia, los límites de la representación quedan delimitados por tales parámetros y, por tanto, no podrá prestarse un consentimiento por representación que sea contrario a la salud del menor
3. Forma y tiempo del consentimiento
Según el art. 8.2 de la Ley del Paciente, el consentimiento será verbal por regla general, sin embargo, “se prestará por escrito en los casos siguientes: intervención quirúrgica, procedimientos diagnósticos y terapéuticos invasores y, en general, aplicación de procedimientos que suponen riesgos o inconvenientes de notoria y previsible repercusión negativa sobre la salud del paciente”.
Con todo, establece el art. 10.2 que “el médico responsable deberá ponderar en cada caso que cuanto más dudoso sea el resultado de una intervención más necesario resulta el previo consentimiento por escrito del paciente”.
Al final, lo cierto es que desde un punto de vista pragmático, y así lo evidencio en la práctica forense habitual, el consentimiento cada vez más se recabará por escrito, pues si bien la regla general es la forma verbal, su plasmación en soporte documental opera como una garantía para el facultativo que, en no pocas ocasiones, puede verse demandado o denunciado, según se articule la vía civil o penal, por un consentimiento que el paciente alega viciado o inexistente.
En cuanto al tiempo, el consentimiento ha de prestarse con anterioridad al acto médico. Y no inmediatamente antes de éste, salvo casos de urgente necesidad, sino con el suficiente para que el paciente pueda valorar la información suministrada, pues de lo contrario difícilmente podríamos entender cumplida la exigencia del art. 8.1 de la Ley del Paciente al aludir a que el paciente “haya valorado las opciones propias del caso”, pues valorar el someterse a un acto médico exige prudencia y reflexión.
4. Límites del consentimiento informadoA pesar del principio general del deber de informar y recabar el consentimiento del paciente, indudablemente, pueden darse casos en la praxis en los que las circunstancias determinan la necesidad de la intervención clínica para preservar la salud del paciente.
Ante esta realidad, nuestro legislador establece en el artículo 9.2 de la Ley del Paciente que: “Los facultativos podrán llevar a cabo las intervenciones clínicas indispensables en favor de la salud del paciente, sin necesidad de contar con su consentimiento, en los siguientes casos:
Como punto de partida puede afirmarse que es doctrina jurisprudencial tanto civil como contencioso-administrativa entender la omisión o deficiencia del consentimiento informado como una mala praxis formal del facultativo, en la que la relación de causalidad se establece entre la falta de la información y la posibilidad de haber rechazado o retrasado el paciente la intervención médica cuyos riesgos se han materializado.
Las hipótesis son varias:
Que de haber existido información previa suficiente adecuada o suficiente la decisión del paciente no hubiera variado y, por tanto, no hay lugar a la indemnización. Este es el caso, por ejemplo, de la STS 29 junio 2007 que por su interés reproducimos: “el segundo motivo denuncia infracción de los artículos 1249 y 1253 , que disponen que las presunciones no son admisibles sino cuando el hecho de que han de deducirse esté completamente acreditado y que para que las presunciones no establecidas en la ley sean apreciables como medio de prueba, es indispensable que entre el hecho demostrado y aquel que se trate de deducir haya un enlace preciso y directo según las reglas del criterio humano. En la argumentación del motivo viene a sostener que de la falta de información se hizo una incorrecta formación del juicio deductivo, para declarar que de haber conocido que la ligadura de trompa podía fracasar en un 4 por mil, habría elegido el mismo medio de esterilización. Se desestima puesto que la recurrente confunde la prueba de presunciones con las deducciones a que llega el juzgador a partir de los hechos declarados probados (SSTS 11 de julio, 11 de octubre de 2006 ), pues es evidente que no constituyen presunciones, en el sentido que resulta del artículo 1.253 del Código Civil , las llamadas máximas de experiencia, deducciones o inferencias lógicas basadas en la experiencia que posibilitan juicios hipotéticos, obtenidos de hechos o circunstancias concluyentes que llevan a conclusiones razonables en un orden normal de las cosas y que el Juez puede utilizar sin sobrepasar por ello el principio de que la aportación de los hechos corresponde a las partes. En todo caso, es hecho probado de la sentencia que si bien no se le informó a la demandante de la posibilidad de que se produjesen nuevos embarazos una vez efectuada la esterilización mediante lo que se conoce como “ligadura de trompas”, si se le dijo que era el método más seguro, en el sentido de que era el más apto para impedirlos. Es decir no hay falta de información, sino una información incompleta, que no falsea la realidad sobre la seguridad y eficacia de la intervención, en cuanto le permite deducir de una forma lógica o razonable que puede quedar nuevamente embarazada si no adopta precauciones suplementarias, y que por ello deberá matizarse desde la ida de que la paciente sabe que se trata de la técnica más segura, o que de ninguna otra obtiene sus niveles de seguridad, decidiendo a pesar de todo llevarla a cabo, lo que es distinto a la falta información”.
La segunda hipótesis es que de haber existido información previa suficiente adecuada o suficiente la decisión del paciente si hubiera variado: la norma general es que si hay lugar a la indemnización.
A este respecto, es paradigmática la STS 4 marzo 2011, que sostiene que “los efectos que origina la falta de información están especialmente vinculados a la clase de intervención: necesaria o asistencial, voluntaria o satisfactiva, teniendo en cuenta las evidentes distinciones que la jurisprudencia de esta Sala ha introducido en orden a la información que se debe procurar al paciente, más rigurosa en la segunda que en la primera dada la necesidad de evitar que se silencien los riesgos excepcionales ante cuyo conocimiento el paciente podría sustraerse a una intervención innecesaria o de una necesidad relativa (SSTS de 12 de febrero de 2007, 23 de mayo, 29 de junio y 28 de noviembre de 2007; 23 de octubre 2008). Tienen además que ver con distintos factores: riesgos previsibles, independientemente de su probabilidad, o porcentaje de casos, y riesgos desconocidos por la ciencia médica en el momento de la intervención (SSTS 21 de octubre 2005 - cicatriz queloidea-; 10 de mayo 2006 -osteocondroma de peroné-); padecimiento y condiciones personales del paciente ( STS 10 de febrero 2004 -corrección de miopía-); complicaciones o resultados adversos previsibles y frecuentes que se puedan producir, sean de carácter permanente o temporal, incluidas las del postoperatorio (SSTS 21 de diciembre 2006 - artrodesis-; 15 de noviembre 2006 - litotricia extracorpórea-; 27 de septiembre 2010 - abdominoplastia-; 30 de junio 2009 - implantación de prótesis de la cadera izquierda-); alternativas terapéuticas significativas (STS 29 de julio 2008 -extirpación de tumor vesical-); contraindicaciones; características de la intervención o de aspectos sustanciales de la misma (STS 13 de octubre 2009 -Vitrectomía-); necesidad de la intervención (SSTS 21 de enero 2009 - cifoescoliosis-; 7 de marzo 2000 -extracción de médula ósea-), con especialidades muy concretas en los supuestos de diagnóstico prenatal (SSTS 21 de diciembre 2005 y 23 de noviembre 2007 -sindrome de down-)”.
Todas estas circunstancias, como razona el Tribunal, “plantean un doble problema: en primer lugar, de identificación del daño: corporal, moral y patrimonial; en segundo, de cuantificación de la suma indemnizatoria, que puede hacerse de la forma siguiente: (i) Por los totales perjuicios causados, conforme a los criterios generales, teniendo en cuenta el aseguramiento del resultado, más vinculado a la medicina necesaria que a la curativa, pero sin excluir esta; la falta de información y la probabilidad de que el paciente de haber conocido las consecuencias resultantes no se hubiera sometido a un determinado tratamiento o intervención. (ii) Con el alcance propio del daño moral, en razón a la gravedad de la intervención, sus riesgos y las circunstancias del paciente, así como del patrimonial sufrido por lesión del derecho de autodeterminación, integridad física y psíquica y dignidad. (iii) Por la pérdida de oportunidades o de expectativas, en las que no se identifica necesariamente con la gravedad y trascendencia del daño, sino con una fracción del daño corporal considerado en su integridad en razón a una evidente incertidumbre causal sobre el resultado final, previa ponderación de aquellas circunstancias que se estimen relevantes desde el punto de vista de la responsabilidad médica (gravedad de la intervención, virtualidad real de la alternativa terapéutica no informada; posibilidades de fracaso)”.
Por todo ello, en el caso concreto (paciente intervenida quirúrgicamente quedándole como secuela incontinencia anal que ha mermado su calidad de vida así como la capacidad de relación sociolaboral), se entendió que el daño que indemniza la sentencia “es exclusivamente el moral y lo cuantifica teniendo en cuenta la única secuela acreditada -incontinencia fecal moderada-, sin hacerla coincidir con la que resultaría de la gravedad y trascendencia de la misma, como si se hubiera causado directamente por una deficiente actuación médicoquirúrgica, puesto que se concreta a partir de una valoración discrecional de la compensación que corresponde al daño moral previa ponderación de aquellas circunstancias que la sentencia estima relevantes desde el punto de vista de la responsabilidad médica: “la naturaleza de la secuela y el inevitable padecimiento de la demandante, sin olvidar la conducta pasiva que contribuyó a su agravación y que el baremo para la valoración de los daños corporales derivados de accidente de circulación le otorga una puntuación de 20 a 50 punto”. Es decir, valora las distintas circunstancias que se han derivado de la intervención respecto de los bienes básicos de la paciente, en lo que más parece una fracción compensada del daño corporal que un daño moral: secuela, padecimiento, conducta de la propia paciente y valoración del daño consignado en el baremo de la Ley sobre responsabilidad civil y seguro en la circulación de vehículo a motor; sin que la recurrente invoque en su escrito de interposición del recurso de casación hecho alguno, entre los admitidos como probados por la sentencia de apelación, que pudieran haber sido tomados en consideración, a partir de un juicio de probabilidad cualificado, del que pueda deducirse una indemnización distinta causalmente vinculada a una mayor probabilidad de actuación alternativa, médica o personal, si el acto médico se hubiera ajustado a la lex artis proporcionado a la paciente la información siguiente a una intervención que se califica de necesaria: sopesar las consecuencias del tratamiento, consultar otro diagnóstico o de dilatar la intervención, con una derivación también distinta del daño patrimonial, que no se imputa a la falta de información ni a una mala praxis en la intervención por parte del cirujano, y que tampoco figura como hecho probado en ninguna de las sentencias basadas exclusivamente en el daño moral, cuyo importe se fija en un porcentaje prudencial sobre la suma que la parte recurrente podía haber obtenido según sus expectativas; razón por la cual la sentencia no vulnera el principio de total indemnidad que preside el instituto de la responsabilidad civil extracontractual regulada en los artículos 1902 y siguientes del Código civil, en un ámbito en el que la fijación de la cuantía de las indemnizaciones por resarcimiento de daños materiales o por compensación de daños morales no tiene acceso a la casación, pues corresponde a la función soberana de los tribunales de instancia sobre apreciación de la prueba ( STS 30 de abril 2010 y las que cita)”.
En los casos, por tanto, en los que no existe duda acerca de la causalidad entre falta de información y decisión/opción, se alza la teoría de la pérdida de oportunidad en la que el fundamento de la indemnización es el daño que deriva de haberse omitido la información previa al consentimiento y de la posterior materialización del riesgo previsible de la intervención, privando al paciente la toma de decisión que afectan a su salud.
Y, como hemos visto con la sentencia antes transcrita, los parámetros para evaluar la falta de consentimiento informado son esencialmente la gravedad de la enfermedad y el estado previo del paciente, su evolución natural, la necesidad o no de la intervención médica y su novedad, sus riesgos y la entidad de los que se han materializado.
Así en el caso de la STS 8 abril 2016, un paciente con tetraplejia completa con nivel sensitivo motor C6 bilateral, lo que le permitía la movilidad de ambos hombros y la flexión de antebrazos sobre brazos, habilidad en manos y dedos, cuya situación es que dado el estado y la gravedad de la lesión, era imposible mejorar, ni siquiera con rehabilitación, por lo que actor sufriría de por vida una incapacidad que le obligaría a vivir permanentemente en una silla de ruedas, siendo que, además, la rehabilitación simplemente pretendería mantenerle para siempre en esa situación pero lo más probable es que paulatinamente, y en unos plazos indeterminados fuera perdiendo capacidades motrices y sensitivas.
En este contexto, el médico con el fin de garantizar la estabilización, ralentizar al máximo la degeneración propia del paso del tiempo y minimizarla, tras una estancia en un congreso, le propuso al paciente la colocación de un rectángulo de Hartschill para fijar la columna vertebral mediante una operación quirúrgica que no le impediría más que 8 días sin rehabilitación, pero sin el engorro del halo. Sin embargo, el facultativo no informó al paciente de la gravedad de esta intervención, ni de sus riesgos ni de las posibilidades alternativas, siendo que finalmente consintió la misma.
La intervención no salió como esperaba y el paciente quedó afecto de una tetraplejia - síndrome medular transversal completo por debajo del cuarto segmento neurológico cervical derecho (C4) y por debajo del sexto segmento neurológico cervical izquierdo (C6).
En este caso, el acto médico quirúrgico fue conforme a la lex artis, no así la prestación del consentimiento informado, por lo que el Tribunal Supremo confirmó la pérdida de la oportunidad y razonó, ante la ausencia de consentimiento informado, fijar la indemnización sobre los siguientes razonamientos:
“No cabe duda de que ha existido un daño corporal, por cuanto se ha materializado inmediatamente a causa de la intervención la agravación de la invalidez que presumiblemente se alcanzaría más adelante y que la operación pretendía precisamente retrasar y aminorar.
Tampoco existe duda del daño moral sufrido por el paciente a causa de la falta de información, ya que lo que parecía una intervención paliativa y conservativa rápida, desencadenó una notable agravación de su ya delicada situación causada por la tetraplejia que sufría, con el impacto psicológico fácilmente comprensible.
Pero en atención a lo ya razonado, supuso también una pérdida de oportunidad en esa franja intermedia de incertidumbre causal ante la verosimilitud de que hubiese consentido la intervención si se evalúan todas las circunstancias concurrentes.”
Las consecuencias jurídicas derivadas de la falta de consentimiento informado o deficiente no se agotan únicamente en el ámbito civil o contencioso-administrativo, sino que podrían reconducirse a la esfera penal desde la óptica de los delitos de lesiones del artículo 147 y ss. del Código Penal.
Indudablemente la integridad física es un valor o interés que proteger porel ordenamiento jurídico, y, además, constituye el bien jurídico protegido por el delito de lesiones. Por tanto, prima facie interesa al Derecho penal.
En consecuencia, si la actividad médica puede incidir sobre la integridad física del paciente, podemos afirmar que, en general, todo el pragma conflictivo concomitante a los defectos del consentimiento informado en la praxis médica es idóneo para que pueda llegar a tener significado en la esfera de los delitos que protegen dicho valor.
Dicho esto, tradicionalmente en la dogmática penal se han distinguido dos nociones: “acuerdo” y “consentimiento”.
En el caso del “acuerdo”, podemos decir que la víctima está de acuerdo con la conducta del sujeto activo y, por tanto, se convierte en una situación normal que carece de toda lesividad.
La idea que subyace es que como quiera que la conducta del sujeto activo se dirige directamente a la voluntad del sujeto pasivo, la voluntad de este último en un sentido de querencia de la conducta del primero hace desaparecer cualquier lesividad.
El ejemplo paradigmático de lo que acabamos de decir lo constituye el delito de allanamiento de morada que exige que el sujeto activo entre en la morada ajena o se mantenga en la misma en contra de la voluntad del sujeto. Es evidente que de manifestar el sujeto pasivo la voluntad de que el sujeto activo entre o permanezca en la morada la conducta carece de cualquier significado desde el punto de vista de la lesividad. No hay lesión de nada.
En el caso del “consentimiento”, sin embargo, es distinto en la medida que el consentimiento determina que si bien si que hay lesión del bien jurídico, su existencia (el consentimiento) supone que la conducta carezca de significado penal.
El ejemplo clásico es el delito de lesiones. Con independencia de que medie consentimiento del sujeto pasivo, el resultado, el daño, la agresión al bien jurídico, existe, puesto que físicamente existe el hecho dañoso, sin embargo, el consentimiento debe determinar que esa conducta no merezca reproche.
Desde el punto de vista de la dogmática del delito, el “acuerdo” determina la atipicidad de la conducta, al menos esta es la postura canónica más extendida, sin embargo, ocurre con el “consentimiento” que hay quienes consideran que excluye el tipo, mientras otros que es causa de justificación.
Asimismo, tenemos la firme convicción de que el ciudadano, en su desarrollo personal y autodeterminación, de los bienes jurídicos que es titular puede consentir. Trasladando esto al ámbito de la praxis médica, no nos cabe duda de que la injerencia facultativa debe llevarse a cabo esencialmente con el consentimiento del paciente.
Así es paradigmática la STS 26 octubre 199521 que condenó a un facultativo por un delito de lesiones al practicar una esterilización clínicamente ventajosa e indicada sin consentimiento del paciente.
Y razona la sentencia que: “Al margen de la exigencia del previo consentimiento de la persona afectada, como determinante de la atipicidad de la conducta o como causa excluyente de la punibilidad (pues en nuestro Derecho no parece posible hablar de que constituya una causa de .Justificación, como sucede en otros ordenamientos), con carácter general el art. 10.5 de la Ley General de Sanidad, de 25 de Abril de 1.986, dispone claramente que “para la realización de cualquier intervención” es preciso “el previo consentimiento escrito del usuario”, salvo: a) “cuando la no intervención suponga un riesgo para la salud pública”, b) “cuando no esté capacitado para tomar decisiones, en cuyo caso el derecho corresponderá a sus familiares o personas a él allegadas”, y c) “cuando la urgencia no permita demoras por poderse ocasionar lesiones irreversibles o existir peligro de fallecimiento”. Es igualmente evidente que, en el presente caso, no concurría ninguna de estas circunstancias En cualquier caso, la indicación médica correcta no puede considerarse lícita y justificante de la intervención de que se trate, salvo que sea necesario tomar urgentemente alguna decisión al respecto, por existir riesgo inminente para la vida o la integridad de la persona; pues en tal caso estaríamos ante un típico “estado de necesidad”. En otro caso, el médico no puede llevar a cabo este tipo de intervenciones sin contar con la voluntad de la persona interesada ni, por supuesto, en contra de ella. Si, pese a ello, lo hace, no puede “justificar” su conducta alegando haber actuado en el ejercicio legítimo de su profesión ( art. 8.11º C.P.)”.
La tutela de la actividad médica a través del delito de lesiones es necesaria, pues, mientras no exista el delito de tratamiento médico arbitrario22, una conducta que lesiona el bien jurídico integridad física requiere punición, y ello con independencia de que dogmáticamente el consentimiento opere como causa de exclusión del tipo o de la antijuridicidad.
Pudiera objetarse que la intervención médica curativa conforme a lex artis desdibuja el desvalor de la acción inherente a los delitos de lesiones por lo que el consentimiento, o su inexistencia, carecería de significado en la matriz enjuiciadora.
Sin embargo, ello no puede ser así desde el mismo momento que se realiza una injerencia que causa un daño físico o psíquico sin contar con el consentimiento genuino y válido del titular del bien jurídico (excluimos las situaciones en las que no debe recabarse o se presta por tercera persona) cuando el derecho así lo exige, nos encontramos en una situación anómala al mismo. Por tanto, solo cabría hablar de riesgo permitido cuando haya consentimiento informado previo y válido del paciente al acto médico con las excepciones ya apuntadas, o este no sea necesario dadas las circunstancias del caso.
Por último, tampoco habría obstáculo a reconducir tal conducta al delito de coacciones o detención ilegal en la medida que se está afectando a la voluntad del paciente.
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